domingo, 29 de septiembre de 2013

"HAMBRE DE PAN, NUNCA; HAMBRE DE DIOS SIEMPRE"

Domingo 29 de Septiembre. 26º domingo del Tiempo Ordinario
Miguel, Gabriel y Rafael, arcángeles

Am 6,1.4-7: Ustedes, que llevan una vida disoluta, irán al destierro
Salmo Responsorial 145: Alaba, alma mía, al Señor
1 Tim 6,11-16: Guarda el mandamiento hasta la manifestación del Señor
Lc 16,19-31: Tienen a Moisés y los profetas; escúchenlos

Amos es un profeta actual, con un mensaje para el hoy de nuestra historia. Parece que está escribiendo en nuestra realidad, en medio de nuestro pueblo y para la situación actual. Nada queda al azar, sus palabras son claras y tocan el corazón de nuestra sociedad, de nuestras relaciones humanas y nos permite cuestionarnos como nos paramos frente a lo que estamos viviendo. Este mundo globalizado, ha globalizado la comunicación, la economía, pero no así, la distribución justa de las riquezas, la capacidad para vivir la caridad. Y en esta aldea global, muchos siguen fuera, no se pueden sentar a la mesa y deben conformarse, como Lázaro de las migajas que caen de las comilonas de los poderosos. Es bueno recordar las palabras de Juan Pablo II, en Villa el Salvador, Perú, en medio del arenal: “hambre de pan, nunca; hambre de Dios siempre”. Fr. Che. 

Servicio Bíblico latinoamericano Koinonía.
El profeta Amós denuncia las injusticias de los poderosos que vivían en lujos y en banquetes y no se afligían por desastre o ruina de José….Tal indiferencia denota una vez más la ceguera de los que se sienten seguros, sin tener en cuenta las advertencias que les hacía el profeta. 

Pablo exhorta a su amigo Timoteo a que permanezca siempre firme en su fe, en busca de la justicia, la piedad, la caridad. Pablo en el versículo 10, afirma que la raíz de todos los males es el afán de dinero, y algunos, por dejarse llevar por él, se extraviaron de la fe y se atormentaron con muchos sufrimientos, y enseguida viene la otra exhortación al discípulo que huya de estas cosas y el llamado a vivir de los valores del Reino.

Se llamaba Lázaro (nombre derivado del hebreo el ‘azar que significa “Dios ayuda”), aunque en vida no gozó, al parecer, de la ayuda divina. Le tocó en desgracia ser mendigo, como a tantos millones de seres humanos hoy, estar postrado en el portal de la casa de un rico sin nombre, uno de tantos, al que tradicionalmente se le ha calificado de “epulón”, banqueteador.
Lázaro o “Dios ayuda” tenía en realidad pocas aspiraciones: se contentaba con llenarse el estómago con lo que tiraban de la mesa del rico, las migajas de pan en las que los señores se limpiaban las manos a modo de servilletas. Pero ni siquiera esto pudo conseguirlo, pues nadie le hizo entrar a la sala del banquete. Para colmo, unos perros callejeros, animales considerados impuros y en estado semisalvaje, tan comunes en la antigüedad, se le acercaban para lamerle las llagas. Imposible mayor marginación: pobreza e impureza de la mano. Tanto al rico como al pobre les llegó la hora de la muerte…..con esto del “más allá”, quienes hacían de la religión baluarte de conservadurismo e inmovilismo han invitado mil veces a la resignación, tildada de “cristiana”, a la paciencia y al mantenimiento de situaciones injustas a los que las sufrían; en el más allá -se decía- Dios dará a cada uno su merecido. Aunque siempre cabe pensar: ¿y por qué no ya desde el más acá?...... Crudo realismo de quien conoce la dinámica del dinero, que cierra el corazón humano a la evidencia de la palabra profética, al dolor y al sufrimiento del pobre, a la exigencia de justicia, al amor e incluso a la voz de Dios. El dinero deshumaniza. 

Bien lo sabía el profeta Amós cuando amenazaba a los ricos que se acostaban en lechos de marfil, arrellanados en divanes y se daban a la gran vida entre comilonas, música, vino abundante y perfumes exquisitos, sin dolerse del sufrimiento de los pobres (Am 6,1a.4-7). Aquellos fingían devoción a Dios y veneración hacia la ciudad santa y el templo, creyendo de este modo contentar a Dios y quedar justificados. Pero el verdadero Dios no es amigo de una religión que separa el culto de la vida, el incienso de la práctica del amor al prójimo. Este Dios, según el libro del Deuteronomio, comparte suerte con el pobre, el huérfano, la viuda y el extranjero; con todos aquellos a quienes los poderosos les han arrebatado el derecho a una vida vivida con dignidad. 

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